El general Perón y Jorge Luís Borges, dos de las personalidades más
influyentes en la Argentina del pasado siglo XX, a pesar de sus
posiciones políticas antagónicas, compartieron algunas facetas comunes
como el hábito por la lectura de buenos libros y el ingenio para acuñar
frases que luego harían historia.
De las de Borges mucho se ha escrito, pero de las dichas por Perón, si
bien muchas se han incorporado a la vida cotidiana de los argentinos,
hay otras que son prácticamente desconocidas.
Entre los más famosos dichos del general, están los aplicadas a la
militancia política práctica, como aquel en que refiriéndose a la
calidad del material humano con el que debe trabajar un conductor, dijo
que “la bosta también sirve para construir”. O ante el armado de una
lista electoral al pedírsele el desplazamiento de alguno integrante,
supo decir que “si se comienzan a sacar a los malos, no quedaba
ninguno”.
Cuando en una oportunidad le preguntaron sobre el valor, respondió que
“El hombre normal tiene miedo. El valor no es otra cosa que el triunfo
de la vergüenza sobre el miedo”.
Contaba Enrique Pavón Pereyra que cuando un viejo gorila recién
afeitado le dijo que después de haberlo combatido siempre, ahora se
había hecho peronista; a lo que Perón contesto: “Es un error. Está bien
eso de no ser más gorila, pero está mal eso de hacerse peronista, si
hasta yo mismo he dejado de serlo”.
Como un dato casi desconocido reveló que “A veces escribo con el
seudónimo de Descartes para devolverle la gentileza, porque el famoso
filósofo francés firmaba con el seudónimo de “astrónomo Perón”.
Al igual que Borges, muchas veces las frases pronunciadas no eran
propias sino de otra cosecha, como aquella de “todo en su medida y
armoniosamente” que tomó del frontispicio de un templo griego y otras
muchas extraídas del Martín Fierro (lo sabía de memoria y le hacía caso
en todos sus consejos), de las Vidas Paralelas de Plutarco (dijo que “no
escribió historias sino hombres”) o del Arte de la Guerra de Von
Clausewitz.
Es célebre la respuesta a la joven periodista que lo importunaba en una
conferencia de prensa y ante su evidente disgusto ésta le confesó que
peronista, quedando la respuesta del general para la posteridad: “Pues
si usted es peronista, entonces lo disimula muy bien”.
Cuando se tuvo que definir a sí mismo expresó que “en principio acepto
como verdad cuanto me dicen; pero cuando descubro que alguien me ha
mentido, ya no le creo aunque me diga la verdad”. Tomada seguramente de
Kant: “No me duele que me hayas mentido, sino el no poderte creer
jamás”.
Su fino ingenio le llevó a acuñar algunas geniales como aquella en que
definió a Felipe de Edimburgo: “Este Mountbatten (que son de origen
alemán), es ciertamente un príncipe consuerte”. A Harry Truman como “un
vendedor del bazar Bignoli, pero barato”. De De Gaulle supo decir que
era “la altura de Francia”. Sobre Kennedy expresó que “andaba tan lejos
de Dios que Dios no pudo asirle de la mano para salvarlo” y de Wiston
Churchill que “perdió todas las batallas”.
Aludiendo al famoso olvido del embajador Braden dijo que “no olvidó el
sombrero, sino la cabeza. De Augusto Vandor expresó que “era una esfinge
sin enigma”. De Raúl Matera que era “neuroperonista” y que “fue
mariscal sin hacer el servicio militar”. De Rogelio Coria que “más
aceite da un ladrillo” y con respecto a Raimundo Ongaro se preguntó:
“¿Para qué quiere verme? Si él conversa directamente con Dios.
Scalabrini Ortiz “ejerció la primera magistratura moral de la Nación”.
En cambio Isaac Rojas “era un pedazo de carne con ojos”. El general
Velazco “primero era mi amigo; luego era todo lo demás”. A su parecer
cuando estaba en Puerta de Hierro Osiris Villegas “vino, vio y no
entró”. Ava Gardner, a quién conoció personalmente y que le llamaba
excelencia, era “el animal más bello del mundo”. Bemberg, según su
juicio “hizo su fortuna traficando con cerveza, lo mismo que Al Capone”.
El Opus Dei era “algo así como la catolización del dólar” y Enrique
Santos Discéplo “el único poeta mayor de Buenos Aires”.
Sobre Arnald Toynbee señaló que era “el antes y después de Polibio, con
el brío interior de Michelet en sus resurrecciones, y el temple de
Gibbon en el manejo maestro de los materiales históricos”.
Muchas otras frases quedan seguramente en el tintero. En sus último
años después de haber alcanzado los mayores honores en la República
expresó que “el triunfo no me excita, porque he alcanzado una etapa en
mi existencia en que puedo hacer propia la actitud de un filósofo
estoico: “he llegado a soportar la victoria”. Estoy en un punto de mi
vida en que ni el triunfo me exalta demasiado, ni la derrota alcanza a
deprimirme”.
Y que sirva como colofón.
Jorge Castañeda
Escritor - Valcheta