Macondo
Valcheta
ENTRE
MACONDO Y VALCHETA
Macondo “una aldea de veinte casas de
barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos”.
Valcheta, un pueblo asentando sus
reales a la vera del arroyo homónimo cuyo remoto curso atisbaron los ojos
asombrados de los primeros exploradores describiendo la pureza de sus aguas y
la feracidad de sus pastos y en cuyos parajes aledaños los huevos de titanosaurios
rigen su duermevela entre nidadas y cascarones.
Macondo donde Melquíades “fue de casa
en casa arrastrando don lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver
que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y
las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando
de desenclavarse, y aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían
por donde más se los había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta
detrás de los fierros mágicos”.
Valcheta, donde las mojarras desnudas
son una especie única en el mundo porque están desprovistas de escamas y
escudriñan desde hace más de cien años de soledad las nacientes del arroyo
mesetario, donde el brazo frío y el brazo caliente se unen en “La Horqueta”,
confluencia y derrotero que busca su destino de arena y sal en el gran bajo del
Gualicho.
Macondo cuyas casas “se llenaron de
turpiales, canarios, azulejos y petirrojos” y donde “el concierto de tantos
pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor que Ursula se tapó los oídos con
cera de abejas para no perder el sentido de la realidad” y cuando “los gitanos
encontraron aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga confesaron que se
habían orientado por el canto de los pájaros”.
Valcheta donde las loradas parten
inquietas y bulliciosas todas las santas mañanas desde los árboles de las
riberas inquietando a propios y forasteros pero en especial orientando a los
arrutados con alada y móvil precisión de
brújula con forma de bandada.
Macondo donde “las mariposas
amarillas precedían las apariciones de Mauricio Babilonia” y aún “alguna vez
las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine”.
Valcheta, donde un árabe de los mal
llamados turcos hubo pintado las gallinas de verde, rojo furioso, amarillo o
fucsia para que nadie se imaginara que eran hurtadas por la noche de los
gallineros más desaprensivos y para que ningún vecino las reconociera como
propias.
Macondo, donde “el primero de la
estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”
y donde “un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera
del huracán bíblico” dejó su huella implacable.
Valcheta, donde el negro Eusebio de
la Santa Federación tuvo más ínfulas que un obispo, sin haber pisado nunca su
suelo.
Macondo, donde “las estirpes
condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la
tierra”.
Valcheta entre la elevación azulada
de la meseta y el bajo salitroso del Gualicho; entre los “pozos que respiran” y
la “piedra de poderes”; entre la “cueva de Curín” y la “puerta del diablo”;
entre los árboles milenarios y la paz mítica de “la gotera”, donde la estirpe
vieja de sus familiares aguarda un destino mejor y más auspicioso a la sombra
de los sauces históricos que reverdecen por sus gajos con cada primavera.