Fotos Diario Río Negro -General Roca (Pcia. de Río Negro).-
UNA
HISTORIA GOLONDRINA
El
sol opresivo del norte cae a pique sobre el caserío. Un enjambre de moscas
alborota la tarde. Los perros famélicos descansan su tedio a la sombra de las
malezas. Unas mujeres trajinan las calles de tierra trayendo baldes de agua
desde la única canilla pública que existe en muchas cuadras a la redonda. Las
casas, irregulares y precarias, como las de cualquier asentamiento periférico
de esta Argentina doliente no desentonan con el entorno.
Ya
se sabe “los pobres no tienen historia”. O tal vez sí la tienen, pero son
historias tristes y de poca monta que a casi nadie le interesan. A los del otro
país, a los poderosos, menos les importa. No se imaginan lo que es que falte un plato de comida en la
mesa, ni estar sin trabajo y con los hijos sin ropa, durmiendo todos apretados
en una habitación de cuatro por cuatro sobre los colchones tirados en el piso.
No saben lo que es la necesidad. Sin agua potable, sin baño. Para ellos son
apenas una estadística, un número.
Y
allí, los inescrupulosos, como siempre, hacen su agosto. Venden fantasías,
prometen paraísos: buenos salarios, mejor comida, lugares confortables para el
descanso y condiciones dignas. Allá en el valle de Río Negro en los trabajos de
la cosecha -dicen- todo irá mejor. Se podrá hacer una buena diferencia y dotar
a la familia de una cierta tranquilidad. Valdrá la pena estar algunos meses
afuera de la casa.
Y
allí comienzan las peripecias, dejar el documento, firmar un contrato con
muchas letras chiquitas y subir al micro. Comer una vianda y soñar. Serán
kilómetros y kilómetros mirando por la ventanilla el futuro prometido, saber
que los brazos sirven para algo, no sentirse inútiles, pensar en qué se va a
utilizar el dinero ganado una vez hecha la campaña.
Y
extrañar, extrañar mucho a la familia que cada vez queda más lejos. ¿Se podrá
salir de pobre alguna vez?
El
sol del Alto Valle no es menos impiadoso que el del norte. Y el viento de la
Patagonia es un mal anfitrión como para desalentar a cualquiera. El paisaje sí
es lindo: las cortinas de álamos, los canales de riego, ¡cuánta agua!, los
montes frutales, la tierra feraz, los pueblitos uno más pintoresco que otro.
Y
al bajar del micro, al ser llevados al establecimiento frutícola el primer
desengaño: el galpón para dormir tiene el techo lleno de agujeros y las camas
encimadas una casi al lado de la otra, unas frazadas raídas que han conocido
tiempos mejores, los sanitarios en condiciones deplorables, el trato impersonal
y casi inhumano, los horarios
impiadosos, la comida pasable. Algo anda mal. Y la desgracia, hermana del
desengaño, comienza a mostrar la hilacha a los obreros golondrinas. Porque así
se los llama: golondrinas. Por venir de lejos, por buscar otros horizontes más
felices, por ser temporarios.
La
proveeduría, como en otras épocas de las que es mejor no acordarse, fía a
precios de oro los vicios necesarios para ir aguantando hasta el cobro de la
quincena.
Para
ocultar la nostalgia alguna foto pegada
en la pared, el rostro de los hijos que quedaron tan lejos, el silbido dulzón
de alguna zamba o la música de algún chamamé.
Los
compañeros son todos iguales, solamente una planilla, un par de brazos, una
máquina para cosechar, las mismas historias, la miseria prendida como abrojo,
las familias lejos. Y el sol cayendo a plomo sobre el monte, impiadoso,
canicular.
¡Si
uno pudiera refrescarse en el canal que lindo sería! Olvidar las penas por un
rato, armar un cigarrillo a la sombra, mirar el cielo tan igual al del
norte, ese lugar que está lejos y donde
esperan la mujer y los hijos.
Si
se prestan oídos a lo que dicen algunos compañeros más veteranos el bichito de
la preocupación comenzaría a despertarse. ¿Será cierto? Pero
más vale no preocuparse ¿para qué?
Habrá
que esperar el fin de semana para ir a divertirse al pueblo. Bueno, divertirse
es una forma de decir. Acá los golondrinas son como extraños, se los mira mal, las
chicas los ignoran y las miradas dicen que no son bienvenidos. Son como sapos
de otro pozo. Por eso nunca viene mal el vino compañero y la música de cumbia
que aturde los sentidos. Total el pobre siempre será pobre en cualquier lugar.
La pobreza se huele, es como una segunda piel que se pega al cuerpo.
¿Será
cierto eso que dicen? ¿Qué el dinero prometido no será tal? ¿Qué con los
descuentos que se hacen no queda ni la mitad de la plata? ¿Qué no hay que
preguntar y menos todavía protestar? ¿Qué no hay que ir a la Delegación de
Trabajo para ver si están bien las liquidaciones?
El
recibo de sueldo es un golpe a traición. Muestra todas las mentiras, exhibe el
magro salario por tantas jornadas de trabajo bajo el sol. Destruye las
promesas. Rompe los sueños. ¿Cuándo se terminarán las desgracias?
Las
noticias no son las mejores. Ha desaparecido un obrero golondrina. ¿Habrá
alguna justicia para los pobres? ¿Dónde estará? ¿Qué habrán hecho con él?
El
viento agita las hojas de los árboles. En las hileras las pomas y las peras
hablan de la riqueza del valle de Río Negro. Los galpones de empaque se divisan
al costado de la ruta. Los exportadores frutícolas cuentan sus ganancias en
euros. Las chicas en los pueblos salen a divertirse. Algún patrullero transita
por las calles.
Y
el sol, siempre el sol, parece quemar la tierra. En la terminal de micros un
grupo de obreros temporarios retorna a su provincia de origen. Allá estaban
mejor dicen. Sus rostros expresan el desaliento, el infortunio de ser pobres,
la verdad de sentirse engañados, la desdicha de volver a sus casas con las
manos vacías. Mirando a esos hombres la vida es triste.
Los
micros se alejan. La terminal queda vacía. La vida sigue. Y el sol va cayendo
con la tarde. ¿Será cierto que sale para todos?
Jorge
Castañeda
Valcheta
– Río Negro