La Patagonia ha sido y seguirá siendo una tierra
de fantasías y de aventuras. Miles de leyendas han cuajado en su geografía
austera pero atrapante. Desde la misma época de la mal llamada “conquista”
hasta la actualidad, febriles cronistas, frailes de portentosa imaginación,
exploradores de ambiciones desbordadas y aventureros de toda laya dejaron su
impronta mágica, sumando su cultura a los viejos mitos de los pueblos
preexistentes.
¿Acaso no escribió
Miguel Otero Silva sobre este continente desbordado invitando a habitar bajo su
cielo?
“Vete a las Indias, hijo
mío. No son mentiras las hazañas de Amadises y los galaones que eternamente
habíamos tenido por invenciones. No son patrañas las proezas griegas y romanas
que glosan los trovadores, ni son fantasías los mundos fabulosos que miramos
cuando soñamos. En las Indias los ríos y los lagos semejan encarcelados mares
de agua dulce, de cuyas profundidades ascienden en la noche hidras de muchas
cabezas que resoplan llamaradas por sus muchas narices”.
¿Acaso el soldado y
cronista Bernal Díaz del Castillo en su “Historia verdadera de la conquista de
Nueva España” no escribía lo siguiente?: “Nos quedamos admirados y decíamos que
parecían cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís. Uno de
nuestros soldados decía que si aquellos que veían, si era entre sueños, no es
de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar
en ellos que no sé como lo cuento. Ver cosas nunca oídas ni vistas, ni aun
soñadas como veíamos”.
¿No hablaron acaso de
sirenas pero “que no eran tan hermosas como las pintan? ¿No oyó hablar Caboto
acaso de “unos indios que de rodilla abajo tenían los pies de avestruz y que
también le dijeron de otras generaciones extrañas que por carecer cosa de
fábulas no las escribió? ¿Serían estos indios acaso nuestros “pampas” que en
sus fiestas ceremoniales pintaban sobre su pantorrilla la pierna del avestruz?
¿Acaso Guevara no había
visto “hombres con narices de mono y gibados que miraban la tierra y Martire no
habló de los peces cantores que encantaban a los navegantes?
Pero seguramente ya en la Patagonia se superan
todas las maravillas con las anotaciones deAntonio Pigafetta, cornista y navegante florentino que acompañó a
Magallanes cuando escribió en su “Il primo viaggio in torno al mondo” que había
visto “cerdos con el ombligo en el lomo, pájaros sin patas, cuyas hembras
empollaban en las espaldas del macho y otros cuyos picos parecían una
cucaracha, un animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de
siervo y relincho de(se refiere sin
dudas al guanaco) y una isla habitada sólo por mujeres que concebían del viento
y cuando nacía un varón lo mataban, lo mismo que hacían con cualquier varón que
llegara a la isla”. ¿No será tal vez una metáfora que los patagónicos somos
concebidos por el viento?
Y otra vez volvemos a
Miguel Otero Silva: “Vete a las Indias ahijado. En las Indias hay comarcas sin
límites donde se siembra la caña de azúcar, el algodón, el índigo; y la tierra
que te devuelve mil sudores. Hay rebaños que te son dados en propiedad para
premiar tus servicios al Rey, y que trabajan de día y de noche para acrecentar
tu hacienda. Y, refulgiendo por sobre todas las cosas hay oro: no el oro brujo
de los alquimistas, ni el oro que fabrican los judíos y catalanes en sus
cazuelas, sino el oro verdadero, aquel que Dios puso entre los pliegues de la
gleba para que se aprovechen de él; templos de oro macizo, príncipes que se
bañan en polvo de oro, de pesados collares de oro que los indios truecan por un
espejo” ¿No es acaso casi cierta la
leyenda de la “Ciudad de los Césares que tanto fatigara a los frailes?
¿Acaso de Antonio
Pigafetta no tomó Shakespeare el nombre del misterioso “Setebos”, demonio
principal de los patagones para incorporarlo a su libro “La Tempestad”?
¿Y acaso el mismo
Pigafetta no le dio a nuestros tehuelches –pues de ellos se trataba- el nombre
de patagones en alusión al monstruo Pathagón, del famoso libro de aventuras de
moda en las cortes de su época?
La Patagonia es una tierra de aventureros, de
viejos mitos, de fantasías, de un realismo fantástico que supera a todos los
libros, pero también la “proa del mundo”, la “región de la aurora” que soñaron
los poetas y una tierra de promisión para quienes la eligieron como su lugar en
el mundo.
La Patagonia es un Macondo lato y estepario, un ámbito de monstruos gigantes, de endriagos, de aves plumíferas y grandes que teniendo alas no vuelan, de mangrullos amarronados de cuatro patas que gregarios ambulan de monte en monte con su relincho arisco.
Es el último confín caído de la mano del mundo donde la aventura y el asombro corren parejos. Donde el viento levanta las piedras y deforma las copas de los árboles a su arbitrio. La Patagonia es un chancho que vuela.
La Patagonia es una latitud de escoriales silentes bajo las lunas blancas y redondas; una soledad crecida en la altura azul de las mesetas; es el aroma acre del cloruro de sodio que enloquecen los ollares de las bestias que habitan los bajos de todos los bajos. Gualicho errante. Misterios arcanos. La Cruz del Sur donde nunca se arrutó el tesón de los pioneros.
La patagonia son los carcomidos infolios que en noches febriles entre el escorbuto y la ansiedad escribiera Pigafetta sobre gigantes que bailaban; la ciudad mítica allende los Andes que buscaban los frailes; las manzanas silvestres del imperio de Sayhueque, la Piedra Azul pitonisa de los Curá; la bandera argentina que enarboló Casimiro; la búsqueda de Popper; el faro del fin del mundo; los ventisqueros; las rastrilladas donde las lanzas trazaron sobre la tierra el mapa de todas las gestas.
La Patagonia es la tierra “sobre la que pesa la maldición de la esterilidad” (¡Oh, anatema de Darwin, acicate para los intrépidos!).
Es el tiempo petrificado; las flechas de obsidiana; las correrías de los bandidos; los ritos caídos de las viejas razas; la Arcadia perdida de los galeses; los rifleros del coronel Fontana; la remonta de Nicolás Descalzi; los sueños proféticos de Don Bosco; el santuario cautivante de Ceferino. La Patagonia es un desafío que merece aceptarse.
Es un cielo estrellado que parece tocarse con las manos; es un silencio que dice mucho; es un paisaje que se incorpora al alma como el calafate a los labios. Es la gesta del Comandante Luís Piedrabuena por patriota y por nauta; es la Proa del Mundo al decir del Ingeniero Domingo Pronsato (hijo ilustre de Bahía Blanca); la Patagonia es la “región de la aurora” como la bautizara la pluma del Padre Entraigas. Es un esfuerzo compartido; una esperanza que nunca cesa como la distancia de sus caminos; es un sentimiento tan indeleble como las manos en las cuevas del río Pinturas. Un tótem, un linaje que cubre y abriga como las matras de las tejenderas mapuches. Es un desafío permanente. Una incógnita que nunca cierra.
La Patagonia es el sol ardido sobre los fortines y la soldadesca; el espejo de los lagos; la altitud desmesurada de las araucarias; los volcanes irascibles; el mar inmenso y azul sobre la costa escarpada; los fondeaderos de mala muerte; el relevamiento minucioso de Basilio Villarino y Bermúdez; las notas detalladas del Perito Moreno; la reina y el arcabuz del Padre Mascardi.
La Patagonia es el párrafo final de la novela “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato; la soñada por Ezequiel Ramos Mexía y el geólogo norteamericano Bailey Willis; “la que piensa” como escribió Juan Benigar; la que poblada de plantas enanas esconde en los petroglifos un pasado legendario; la del volcán Domuyo que guarda en sus entrañas un tronco de oro bajo los hielos. La Patagonia se hace collón en las noches de luna llena y petrifica la debilidad de los timoratos.
La Patagonia es la circunstancia de los hombres cabales; el menucó que marea como un mar; las bardas; los ríos como arterias impetuosas; las salinas blancas de promesas salobres. La Patagonia es una marca en caliente, una prolongación de las soledades del alma.
Por la Patagonia, el Norte está en el Sur. Y en ella se cuecenhabas y legumbres, risas y llantos, llamadas desde el fondo de los tiempos. La Patagonia son los fósiles de los grandes saurios, el bosque tropical que les daba sombra y alimento; las grandes palmeras con dátiles hechos piedra; los redondos huevos de los saurios que la habitaron; la lujuria de un pasado remoto. Lámpara prendida en las edades geológicas.
La Patagonia es un mandato de imperiosas urgencias, para nosotros y para nuestros hijos. Mi tierra querida, mi lugar en el mundo.
A la luz de tantos desencuentros y de reiteradas postergaciones, de proyectos recurrentes de regionalización cuando no de secesión y de beneficios para zonas desfavorables, de hechos legendarios y de tanto olvido y desidia, una pregunta sobrevuela sobre el extenso territorio austral de la República Argentina.
¿Qué es la Patagonia?
¿Acaso la tierra fantástica poblada de extraños animales y plantas; de gigantes vestidos con mantos hechos de pieles cosidas; la latitud misteriosa que recorrieran los ojos de Antonio Pigafetta, cronista de la expedición de Hernando de Magallanes? ¿O tal vez la enorme extensión en apariencia estéril sobre la cual Charles Darwin colocó para siempre la nefasta impronta que sobre ella pesa, la maldición de la esterilidad?
¿Qué es la Patagonia?
¿El épico escenario surcado de rastrilladas y furias cuya marca indeleble dejó para siempre el poderío indomable de la dinastía de los Piedra? ¿Quizá el reino que soñó un oscuro procurador francés –Oréllie Antoine de Tounens- ‘primer rey’ de la Patagonia y Araucanía? ¿O bien pudiera ser la ‘Proa del Mundo’ como magistralmente la denominó el ingeniero Domingo Pronsato, hijo ilustre de Bahía Blanca?
¿Qué es la Patagonia?
¿El último reducto de pintorescos ‘cow-boys’ americanos realizando sus correrías a punta de revólver mata tras mata como Martín Sheffield o Butch Cassidy...? En otras palabras ¿son estas tierras del sur un ‘far-west’ argentino? ¿La trágica o rebelde como denunció valientemente José María Borrero primero y que retrató Osvaldo Bayer después, o mejor expresado todavía el ‘espacio insumiso’ como la definió Horacio Guglielmini? ¿Acaso es la Patagonia la ‘región de la aurora’ que soñó San Juan Bosco y definió la delicada pluma del padre Raúl Entraigas? ¿O la inmensa extensión de tierras en amenaza permanente de ser anexadas a una potencia extranjera, como lo comprendió cabalmente el comandante Luis Piedra Buena, ilustre patriota nacido en Carmen de Patagones?
¿Qué es la Patagonia?
¿La tierra de promisión para un puñado de esforzados colonos que emulando la gesta valenciana de Vicente Blasco Ibáñez, al fundar la colonia Cervantes en Río Negro, hicieron florecer el desierto con el sudor de sus frentes? ¿La arcadia prometida donde fluye leche y miel que buscaron aquellos valerosos galeses luego de su viaje en el Mimosa? ¿La epopeya del coronel Fontana y sus rifleros? ¿Una tierra de sucesivas claudicaciones? ¿Un bien mostrenco sometido a frustrantes arbitrajes? ¿Una madre con hijos irredentos allende el mar? ¿O tal vez la hechura malograda de pioneros y visionarios de la talla de Ezequiel Ramos Mexía, Bailley Willis, Juan Benigar, el perito Francisco Pascasio Moreno, luchando impotentes contra la burocracia centralista que mucho supo hasta de incendiar planos y deponer proyectos?
¿O la región en desarrollo que buscó incesantemente con el tesón de los iluminados Manuel Reynero Novillo, descubridor de los yacimientos de hierro de Sierra Grande, hoy monumento a la vergüenza de los argentinos?
¿Qué es la Patagonia?
¿Una tentativa para formar los futuros estados independientes, como lo profetizó la prosa del ingeniero Salvador San Martín, en su famoso cuento? ¿Una geografía barrida por los vientos inclementes y las heladas implacables sobre la estepa y los escoriales, o las postales turísticas de San Carlos de Bariloche y de otras comarcas de sugerente belleza? ¿Acaso la amada geografía cantada por los poetas? ¿Es la Patagonia de los versos de Marcelo Berbel, de Gregorio Alvarez, de Milton Aguilar, del padre Entraigas, de Elías Chucair? ¿O la tierra donde “se prepara toda fuente” a la que se refería Eduardo Mallea? ¿Son sus mares el paraíso de la pesca indiscriminada y la depredación permanente, recibiendo a cambio los espejitos de colores como antaño? ¿La región ideal para unificarla como comarca como lo propone el gobernador del Neuquén Jorge Sobisch?
¿Qué es la Patagonia?
¿Un conjunto de imágenes de pingüinos empetrolados o de campos asolados por las cenizas del Hudson y otros volcanes? ¿Un surtidor inagotable de energía e hidrocarburos, donde el gas se ventea graciosamente y las represas se fisuran? ¿Un lugar de solaz y de trabajo, o de destierro y castigo? ¿La odisea de un comerciante que debe recorrer cien kilómetros para pagar sus impuestos al banco más cercano?
¿El lugar ideal para depositar los residuos nucleares que en otro lado serían peligrosos por su radiación contaminante? ¿La zona estratégica mundial para colocar un escudo misilístico?
¿El estrecho por donde pasa la mayor cantidad de energía y alimentos de todo el mundo? ¿Una plataforma submarina donde subyacen enormes reservas de hidrocarburos? ¿De mesetas donde se almacena el agua para abrevar la sed futura de la humanidad?
¿Qué es la Patagonia?
¿Qué idea tienen de ella los que viven en las grandes concentraciones urbanas recibiendo los beneficios que se generan en su territorio?
A lo mejor la Patagonia sea todo eso y mucho, pero mucho más. Porque se trata de una región que no permite debilidades, cuyos habitantes cada día superan los obstáculos que la naturaleza les presenta, una región que moldea personalidades con un fuerte carácter y una geografía que imprime su propia austeridad y sencillez. Una comarca continente que está esperando ser descubierta por el mundo con un nombre que pausadamente se va convirtiendo en una marca por excelencia y aventura. Una tarea de promoción que requiere de capacidad en los gobernantes para imprimirle proyectos a largo plazo.
Y sobre todas las cosas bregar por su verdadera integración al resto de la República en igualdad de condiciones y no como una dádiva ni un beneficio caritativo. Porque la Patagonia es parte de esa Argentina invisible que señalaba Eduardo Mallea, poblada de hombres y mujeres que llevan de ella una idea de limpia grandeza y que saben amarla más allá de las duras circunstancias que la misma impone a sus habitantes. Ese lugar donde al decir del poeta Roberto Viñuela “venimos a morir/ los olvidados/ protagonistas del exilio interior/ los desahuciados/ los miserables del siglo XX/ que no nos hemos dado por vencidos”.
Jorge CASTAÑEDA
Valcheta, Río Negro, 2002
(*) Publicado en el diario “Río Negro”, de General Roca, el 29 de junio de 2002.
Escritor nacido en Bahía Blanca (Pcia. de Buenos Aires) el 23 de Agosto de 1.951, se radicó desde el año 1953 en la localidad de Valcheta, Pcia. de Río Negro.
Entre sus obras publicadas pueden citarse, entre otras, "La ciudad y otros poemas", "Poemas sureños", "Poemas breves", "Sentir patagónico", "Arturo y los soldados", "Como Perón en el cuadro", "Poemas cristianos", etc.