Solamente el timorato puede
hablar con tanta soltura sobre las cosas que desconoce. Y solamente los políticos de turno creen que por visitar
raudamente algún paraje ante una emergencia conocen la penuria de la gente que
vive en la zona rural de la provincia de Río Negro, sobre todo en la meseta de
Somuncurá.
Hay que vivir en ella poblando
campos estériles donde solo se ve la pura piedra, el coirón achaparrado por el
viento y en épocas de invierno hasta los alambrados congelados por la helada.
Es dura la vida en la meseta
para los hombres que la habitan con su puñado de animales, invariablemente unos
pocos caprinos o yeguarizos, que es lo que esos campos olvidados de la mano de
Dios permiten. Su geografía austera donde nada se regala va templando el alma
de estos hombres y mujeres que tienen la osadía de poblarla y hacerla su lugar
en el mundo.
En pocas ocasiones bajan a los
centros o a los pueblos que a veces están a más de 150 kilómetros, por caminos
imposibles, casi siempre cortados donde reinan los cañadones, las piedras
estorban el paso de cualquier vehículo y las promesas de los funcionarios
sobrevuelan en el aire. Generalmente cuando tienen que comercializar el pelo de
chivo, vender algún animal para comprar los pocos vicios que serán su única
subsistencia durante meses o cuando están enfermos.
Leña tampoco hay, la tierra de
la meseta es mezquina hasta para eso. Y la temperatura en épocas de invierno
baja hasta los 20 grados bajo cero. Se congelan las manos, el combustible, el
agua para tomar y hasta el aliento de estos crianceros que siempre esperan
tiempos mejores.
¿Cómo se puede hacer para
conocer el sufrimiento de esta gente que está sola, impotente, olvidada y a la
intemperie de toda justicia? ¿Quién se hace cargo de tanta desidia, de tanta
negligencia, de tantas postergaciones?
La dieta cuando la situación
lo permite es algún costillar de carne de potro, unos pedazos de galletas
duras, el mate conversado en la intimidad del puesto y algunas tortas fritas de
varios días si se tiene la suerte de tener harina.
Tampoco hay ropa que pueda
abrigar tanto frío. Algunos pellones en los catres y la compañía de los perros que a veces son los
únicos compañeros fieles de la gente de campo. Pero lo más difícil de todo es
encontrar un poco de solidaridad que abriga más que muchas cobijas.
Los hermanos Pilquimán son
viejos pobladores de la meseta, conocidos por hospitalarios y por los turistas
que se acercan a su rancho para sacarse algunas fotos con ellos.
Saben de las penurias que trae
vivir en esas alturas de la meseta. Allí sí que las piedras hablan, las únicas
tal vez que como ellos resisten el clima hostil y el abandono que como una
espina de tunales se clava en la carne y en el alma.
Conocen su hábitat como la
palma de su mano. Eso han sido siempre: crianceros. Luchando contra la sequía,
contra las crecientes, contra las plagas que hacen desastres en sus pocos
animalitos, contra la indiferencia de los que podrían cambiar un poco las cosas
y no lo hacen.
Están ahítos de tantos
sufrimientos y todo lo viven con una resignación que es de admirar. Hablan muy
poco porque como otros habitantes de los parajes rurales tienen la dignidad de
soportar en silencio sus propios males.Por, uno se pregunta ¿de qué serviría quejarse? ¿Y quién como se
dice ahora les prestaría la oreja?
Dicen que la meseta es linda y
es cierto. Pero es una verdad a medias: la meseta también es dura y para
habitarla hay que encallecer los sentimientos y curtirse en los mil contratiempos
que la vida en la Patagonia presenta. Porque como decía Saint Exupéry: la
meseta “resiste el corazón de los hombres”.
¿Se puede hablar de justicia
cuando hay familias como los Pilquimán poblando algún lugar perdido en la
geografía rionegrina? ¿Hay algún programa que contemple tamaña ignominia? ¿Qué
estadística puede tabular la situación de estos provincianos que resisten a
puro coraje la osadía de vivir en los campos? ¿Qué leyes regulan tanto
abandono? ¿Qué inclusión les dará una mejor calidad de vida?
Como los hermanos Pilquimán y
Teófilo Pazos hay otros muchos más que soportan sus desventuras esperando
siempre un tiempo mejor. Son pobladores del infortunio y de la soledad.
Esperan con los ojos cansados
de ver tantos años malos, tantas encrucijadas, sabiendo que mañana será igual o
peor que hoy.
Tal vez algún día se haga
justicia con ellos. Tal vez algún día se reconozca su sacrificio. Y tal vez algún
día amanezca para ellos el sol de un mejor porvenir.
Los
pobladores del paraje Arroyo Los Berros, ubicado en la Línea Sur rionegrina en
las estribaciones de la meseta de Somuncurá, supieron conocer tiempos
infinitamente mejores.
Otra
era la historia del lugar cuando el agua de su pequeño arroyo regaba las
huertas y el pueblito era un vergel. Ya se sabe que desde siempre en la
historia de la humanidad el agua es vida. Corre por las acequias, riega los
sembrados, irriga las arboledas y transforma hasta los polvorientos eriales en
verdaderos oasis. Eso era la comunidad de Arroyo Los Berros. Un oasis en medio
del desierto patagónico.
Los
vecinos, pequeños productores laneros en su generalidad, vivían con cierta
holgura. Tenían buenos vehículos y hasta podían enviar a sus hijos a estudiar
en las ciudades.
Allí,
en uno de mis viajes por la zona, conocí a don Manuel Cayul, el lonco de
la comunidad mapuche de Los Berros.
Hombre cabal y preocupado siempre por la realidad de su lugar en el mundo. Me
sabía contar de los esfuerzos por una vida más digna y de los proyectos para
que el desarrollo y el progreso llegaran también a ese rincón perdido de la
Patagonia.
La
vida parecía transcurrir con menos urgencia que en las ciudades y siempre había
tiempo para el apretón de manos, para la hospitalidad de puertas abiertas donde
el mate y las tortas fritas alegraban el alma de los visitantes. Y casi siempre
algún cordero al asador mientras el rasgueo de la guitarra en las manos de
algún trovador local cuya voz enhebraba en décimas la vida tranquila del hombre
de campo y sus faenas.
Pero
la vida misma tiene sus cosas. Si bien el refrán dice que no hay mal que dure
cien años la buena fortuna tampoco dura para siempre. Así fue y será la
existencia de los hombres sobre la tierra.
Y
hay acontecimientos que ninguna fecha infausta recuerda pero que de un solo
golpe cambia para siempre la vida de pueblos y personas.
Por
decisiones siempre ajenas a los lugareños un buen día se comenzó la
construcción de un acueducto para llevar agua desde Los Berros hasta la ciudad
minera de Sierra Grande.
Nadie
consideró el perjuicio y el daño que dicha medida ocasionaría a los vecinos. Todos
sabían que se condenaría a muerte al paraje pero nadie dijo nada. Tal vez haya
sido sólo una razón numérica, pero ya se sabe que en estos tiempos impiadosos
solo prevalece en quienes toman las grandes decisiones un sentido
economicista y las razones de los
marginados y excluidos no cuentan para nada porque no dejan dividendos ni
votos.
Y
lo que era un oasis al perder el agua del cauce del arroyo que lo irrigaba dejó
de serlo. El arbolado perdió su verdor, las quintas quedaron ociosas y los
frutales a secarse.
Y
luego una de las sequías más prolongadas e impiadosas solo trajo aparejado
infortunios mayores.
Y
así muchos vecinos bajaron los brazos y los jóvenes se fueron del lugar. ¡Qué
difícil es vivir en estas regiones olvidadas de la mano de Dios! ¡Cuántos
contratiempos hay que soportar!
Pasados
los años Arroyo Los Berros nunca fue el mismo. Varios vecinos emigraron, don
Manuel Cayul partió para siempre como no queriendo ver tanta desazón.
En
estos días ha sido noticia debido a las intensas lluvias que asolaron el
paraje. Aislado, con viviendas derribadas y evacuados. La naturaleza también sabe
ser implacable y parece poner a prueba el carácter de su gente.
El
acueducto ha sufrido también las consecuencias del aluvión y ha quedado fuera
de servicio privando de agua a Sierra Grande.
¿Servirá
esta experiencia para que los políticos tomen decisiones acertadas y no vuelvan
a poner la bandera de remate a una localidad? ¿Para que comiencen a pensar en
grande?
Tal
vez algún día Arroyo Los Berros como muchos otros parajes patagónicos recupere
sus momentos de esplendor. Tal vez sea noticia por las cosas buenas que también
pasan. Tal vez algún día vengan tiempos mejores.
Los taureg supieron trajinar el laberinto del desierto
a su antojo. Con sus camellos y
dromedarios soportaron el sol ardiente y la sed implacable. Dejaron la huella
de sus caballos –según se dice los mejores del mundo- donde el viento y la
arena con formas más cambiantes que las de Proteo las desdibujaban con
persistencia y tenacidad.
Sólo el verde espejismo de los oasis les permitía
descansar del trajín de sus vidas errantes donde los días y las noches se
repetían iguales y recurrentes.
Las caravanas, el comercio de animales, la libertad de
sus vidas nómades, las noches frías contrastando con el calor opresivo de los
soles calcinantes, los dátiles, las tormentas de arena, la leche de cabra, la
cuajada blanca, el redondo pan al rescoldo, los morteros con su almirez, el
filo cortante de sus dagas engastados sus mangos de piedras preciosas y sus
hojas de fina filigrana.
El desierto fue el protagonista de estos pueblos. Su
razón de ser. Su ámbito reservado. Conservando una cultura varias veces
milenaria pudiendo llegar a decir que allende fue formada la placenta del mundo
y de la civilización. El cuño precioso de la vida. Las primeras ciudades:
Baalbek, Biblos…, cargadas de historia y de cultura.
Pueblos y pueblos pasaron por sus arenas ardientes,
señores ya del arte de la guerra o del comercio, protegidos sus rostros y sus
cuerpos por la túnica blanca como el color de las raras nubes que nunca
supieron descargar el milagro del agua.
Sólo la sed y la fatiga, la búsqueda del sol a
desierto traviesa, la libertad de vivir sin arraigo, solo las arenas
“inconmensurables y abiertas” su lugar en el mundo. Y el pie en el estribo
partiendo siempre de ningún lugar para arribar a otra nada igual a la de ayer.
Por eso tal vez la estirpe nueva de esos atrevidos
hombres del desierto supo elegir después de bajar de los barcos temibles
un paisaje similar, cambiando cedros por
araucarias, pero esta vez para echar raíces y formar familias que habrían de
perpetuar los exóticos apelativos de su linaje oriental.
Y cambiaron un desierto por otro, ésta tan nuestro y
cercano, que está aquí al alcance de la mano y también cerca de las estrellas
de un hemisferio diferente: la región sur de Río Negro, en pleno corazón de la
Patagonia, madre tierra de todos los desahuciados.
Y como allá en su lejano terruño también trajinaron el
desierto nuestro para ejercer el comercio, ese viejo oficio que traían en su
sangre. Y parieron en estas soledades de coirón y de basalto sus emprendimientos
a los que bautizaron con toda la nostalgia de su corazón: “La Flor de Siria”,
“El baratillo del Líbano”, donde nunca faltaba el anís compañero, el plato con
aceitunas, la blancura del leven, el kepi crudo con burgol y menta, las fatay
con carne de capón picada a cuchillo, los postres con pistacho y almíbar.
Con su castellano a destiempo, algunos con el Corán
debajo del brazo (tengo el que era de mi tío), con la delicadeza gris del
narguile para ocultar su nostalgia, con la persistencia ante los obstáculos,
con la obstinada paciencia de saber que todo se puede.
Cambiaron un
desierto por otro. Se acriollaron, usaron indumentaria paisana,
aprendieron las faenas rurales, su hicieron chacareros. Tuvieron hijos,
familias con apellidos orientales y siempre el recuerdo de aquel desierto más
grande que dejaron en Arabia.
Ese desierto que marcó las cicatrices de su ámbito en
el alma de esos inmigrantes y el viento la música permanente que aquí no sólo
suele levantar la arenisca de las dunas como allá, sino también las piedras y
doblar la copa de los árboles a su antojo.
Porque el desierto es la circunstancia de estos
pueblos, la matriz de su memoria genética, su forma de ser, la argamasa que los
ha moldeado desde tiempos pretéritos. De allí viene su carácter, su sentido de
la hospitalidad, su idiosincrasia, sus costumbres.
El desierto allá y el desierto acá. ¿Importa algo?
En cada patio, en cada casa de estos árabes gauchos y
pioneros quedan todavía sus plantaciones de olivos y de viñas. Como allá. Como
siempre hicieron. Sacando a la tierra árida y hostil los frutos de la
subsistencia.
De esa sangre, de esa herencia, de esa prosapia yo
también he nacido al mundo. Amed Ardín, abuelo legendario, tíos Mohamed y
Michleb, colectividad del mundo árabe en Río Negro, Neuquén y en el mundo: en
el día de la independencia del Líbano mi crónica los recuerda.
Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta
La Embajada del Líbano con la firma de su embajador Hicham
Hamdan otorgó al autor de la nota “Diploma de Honor” por su obra literaria y el
rescate de la cultura árabe.
A determinada edad cuando el cansancio anida en el alma de
algunos hombres se siente la tentación de recluirse y resistir aisladamente,
sabiendo que no habrá soluciones para los grandes problemas que nos acosan
irremediablemente.
Martínez Estrada, abandonado en su casona de la avenida
Alem en la ciudad de Bahía Blanca supo cabalmente que esa era su suerte porque
“para encontrar una salida a las tragedias argentinas deberíamos conocer el
mapa de la cárcel donde estamos confinados. Si lo tuviéramos, podríamos matar
al gendarme. Pero no hay mapas. Quizá ni siquiera hay gendarmes. Todo lo que
nos queda, entonces, es sentarnos a la puerta de nuestra celda y ponernos a
llorar”.
Mucho antes, el 28 de febrero de 1571, hastiado de
desventuras y de desencantos, el señor Miguel de Montaigne, renunciaba a la
vida pública dejando una inscripción en latín (tenía otras en griego) que
hiciera grabar en una de las paredes de su populosa biblioteca, ubicada en una
de las torres de su castillo: “A la edad de treinta y ocho años, en vísperas de
las calendas de marzo, aniversario de su nacimiento, Miguel de Montaigne, desde
hace ya tiempo fatigado de la servidumbre de la Corte del Parlamento y de
las cargas públicas, pero sintiéndose aún alerta, viene a descansar en el seno
de las doctas Vírgenes de la paz y la seguridad”.
“Había establecido en ella su “abadía de Thelema”, similar
a la que se construyera Rabelais cuarenta años antes. Fue el rincón preferido,
prohibido “a la comunidad conyugal, filial y civil”, donde escribió los
capítulos de sus geniales ensayos”.
Era una gran pieza semicircular en el segundo piso de una
torre de esquina, con la mesa de trabajo en el centro y un millar de libros a
su alrededor.
Nietzche, el mayor de los desventurados, escribiendo sobre
el espíritu libre en su libro “Más allá del bien y del mal” dijo que “todo
hombre selecto aspira instintivamente a tener un castillo y un escondite
propios donde quedar redimido de la multitud, de los muchos, de la mayoría;
donde tener derecho a olvidar”.
Continúa expresando que “puesto que él es una excepción de
ella, la regla hombre; a excepción únicamente que un instinto aún más fuerte lo
empuje derechamente hacia esa regla, como hombre de conocimiento en el sentido
grande y excepcional de la expresión”.
Entre los grandes recluidos podemos mencionar a Marcel
Proust, el que después de frecuentar los salones y la vida social parisina se
aísla no precisamente en un castillo sino en una habitación con cortinas
veladas a la luz natural y sus paredes revestidas de corcho para atenuar los
sonidos del mundo exterior.
Más cercana a nuestros días es harto conocida y fatigosa la
reclusión forzada de Salinger. Al igual que el protagonista de su famosa novela
se encuentra hambriento de una intimidad que antes no había conocido y en su
aparente cinismo, desprecia el mundo y evita tener amigos, tal vez porque
intuye que al amor produce dolor.
A pesar del suceso editorial de su novela “El guardián
entre el centeno”, Salinger “se desilusiona del mundo literario y abandona
Manhattan comprándose una casa en New Hampshire en la que vive recluido hasta
su muerte, dando una sola entrevista en 1980”.
Algunos afirman que no es ningún mérito que los escritores
se recluyan en la soledad de sus castillos altos e inexpugnables oponiendo como
paradigma a los que “pasean por el parque disfrutando del aire fresco, toman
café en una soleada terraza, llevan unos pantalones manchados a la tintorería,
discuten con la santa en el rellano de la escalera, se emborrachan hasta perder
el tino en un bar de mala muerte o tocan en la puerta de sórdidos burdeles con
la intención de reencontrar sus amores perdidos”.Y yendo aún más lejos consideran que“pobres de los escritores que se deciden a
cruzar el puente que sortea la profunda fosa y giran la llave que activa la
inamovible cerradura, porque antes habrán arrojado su humildad a los
insaciables cocodrilos y éstos habrán acabado con cualquier atisbo de vida
literaria”.
Indudablemente no ha sido así con Montaigne, ni con Proust,
Salinger y muchos otros que dieron sus mejores obras aislados del mundo tras
las piedras de sus amurallados castillos.
Cada uno de ellos bien podría decir con Holden: “Estoy
solo/ mirando desde la ventana/ las calles abajo/ sobre un manto silencioso/ de
nieve recién caída. He construido los muros/ de una fortaleza profunda y
poderosa/ que nadie puede penetrar”.
Estamos viviendo
tiempos de decadencia. Hay seguramente una frustración y un cansancio en los
espíritus libres e inquietos que ven con pesadumbre como se han derribado los
viejos paradigmas los que comienzan a ser reemplazados por una serie de
políticas rampantes, superficiales y bartoleras que atontan y adormecen la
conciencia y pisotean aquellos viejos valores que alguna vez hicieron del
nuestro un país generoso, grande, pujante y reconocido en el mundo.
Eso fue posible
gracias al talento de algunas mentes brillantes que a través de la excelencia
de la ciencia y de la cultura escribieron las mejores páginas de nuestra
historia, dando varios Premios Nobel,
grandes escritores y artistas reconocidos en todos los idiomas y destacados
intelectuales que no solo nos prestigiaron ante el mundo sino que dejaron una
impronta para las nuevas generaciones de jóvenes que los tomaron como ejemplos
a seguir.
Los claustros y
las aulas tenían a principios del siglo pasado un óleo sagrado como el de
Samuel, donde abnegados maestros y profesores echaron las bases de una
enseñanza humanista que tenía como eje indiscutido la educación integral del
individuo.
Mucha agua ha
corrido bajo los puentes de nuestro país desde aquellos tiempos liminares y hoy
es palpable para cualquier observador atento ver como se han degradado aquellas
ideas de grandeza, quitando, verbigracia, materias y carreras claves para el
desarrollo de la persona, como algunos idiomas y otras como filosofía, privando
a los educandos de conocimientos generales, desalentando el pensamiento propio
y lo que es más lamentable frustrando vocaciones.
Se aprecia con
estupor como se desalienta el esfuerzo y el estudio por el espejismo
mercantilista de ganar todo fácil y rápido entronando un espíritu que se
asienta en el consumismo desenfrenado de bienes inútiles y la tendencia a vivir
“dejando pasar el tiempo” entretenidos en banalidades sin importancia,
seguramente para no pensar.
Todo esto es parte
de una política tendiente a destruir entre los mejores valores que tenemos por
ejemplo, al lenguaje, bastardeado por la falta de lectura y la mala utilización
del idioma, cuando no mezquino de palabras y de su significado.
Es que ya se ha
dicho que “si se destruye el lenguaje se destruyen las ideas. Que si se
destruyen las ideas se destruyen los conceptos y que si se destruyen los
conceptos se destuyen las costumbres”.
Nos toca vivir
desgraciadamente en estos tiempos difíciles tal vez ya vislumbrados por el gran
Hesíodo donde el hombre de barro endiosado por sus iguales está pisando el
último escalón de su devenir.
El gran escritor
Ezequiel Martínez Estrada, ya anciano en el ostracismo de su casona en Bahía
Blanca intuía esta inversión de los valores donde entre otras cosas, -decía-
“hasta los jueces han abrazado la corrupción como una cruzada nacional”.
Los que realmente
quieran escuchar, “el que quiera oír que oiga” al decir imperativo de San Juan
en la isla de Patmos, tienen en estas épocas de oscuridad en los pocos espíritus
selectos que todavía resisten, una oportunidad de redimirse y volver al camino
del esfuerzo, de la formación, de la dignidad, de la búsqueda de la excelencia
y de una vida con sentido que merezca ser vivida, para ser “lo que se debe ser”
como decía el General San Martín y no la que los poderosos quieren que seamos.
Para terminar
estas breves reflexiones sería bueno recordar como advertencia para los
valientes que se atreven a defender los valores anteriormente señalados que
“donde no hay justicia es peligroso tener razón, ya que los imbéciles son
mayoría”. Y no debería sorprender que la frase fuese de Francisco de Quevedo.
Para pensar.
Antes de entrar en
el tema que nos interesa debemos comprender que para los mapuches los muertos
tienen un espectro, un alma o fantasma llamada “Alhuen” que permanece junto a
ellos hasta su disolución.
En base a ese
concepto –muy común a otras culturas- se solía realizar un ritual funerario
antes de sepultar el cadáver, que variaba según el rango que éste hubiese
tenido en su vida terrenal y que según algunos investigadores su práctica “era
para que los malos espíritus no pudieran llevarse el alma de los difuntos”.
Aída Kurteff
expresa que consistía en “realizar carreras a rienda suelta alrededor de la
persona fallecida, danzar y entonar ciertas salmodias en prueba de la más alta
distinción que podía brindársele al ser amado que dejaba esta vida”.
“El “aun” –continúa
diciendo- también tenía el propósito de espantar la sombra de los “calcú” que
merodeaban por los cementerios para apoderarse del “Alhuen”, el fantasma del
muerto, y poder utilizarlo en sus hechizos. Algunos hombres estaban a cargo de
cubrir de lajas y mantas el fondo de la huesa donde se apoyaría el cadáver, y
una vez colocado en su lugar, los deudos comían y bebían poniendo en la
sepultura parte de los víveres para que alma participara del ritual”.
“También se
sepultaban junto al muerto todas sus pertenencias más preciadas. Así como
vasijas con granos de cereal que sirvieran de alimento mientras no abandonase
los despojos”.
En el funeral
propiamente dicho se dispone la ubicación del cuerpo del difunto orientado
hacia el Este, mientras los hombres giran en círculo espantando los malos
espíritus, siguiendo dicha lógica, de Este a Norte, Oeste y Sur, como su
concepción cuaternaria lo indica.
Guevara sobre esto
escribió que “finalizada la comida comunitaria, los hombres suben a sus
caballos y comienzan a girar en círculos espantando a los espíritus que puedan
dañar al difunto, al sonido de las trutrucas, lo que indica que se dará inicio
al entierro trasladando los restos hasta el lugar de inhumación definitiva”.
Primitivamente eran
sepultados en ollas mortuorias de arcilla en las que se introducía el cadáver,
pero este material fu sustituido por la utilización de la madera.
Grebe como un dato
curioso afirma que “durante estos rituales, la comida y la bebida se la pasa a
los invitados siguiendo la misma lógica circular de su concepción cuaternaria”.
Dichas sepulturas
eran señaladas por grandes palos esculpidos muy toscamente llamados “chemamull”
que no eran otra cosa que una figura antropomórfica a veces hasta de cuerpo entero.
Casamiquela supo
observar que llama poderosamente la atención que las danzas circulares de
dichos ritos involucran “retrocesos parciales o involuciones, y que parecen
relacionarse con un camino invisible mucho más complicada que la traducida por
el simple círculo en torno del centro; pero es un camino de retrocesos o
circunvoluciones que representan como es sabido universalmente una forma de
laberinto”.
Se trataría acota
“de espíritus de antepasados que abandonaron el mundo terrenal por alguna forma
de laberinto (el paso difícil de tantos sistemas religiosos) por esa misma
danza habrían de retornar a aquel”.
Lo que indicaría
que más que para espantar los malos espíritus que acecharían al alma de los
muertos, sería mas adecuado pensar que las danzas se realizarían para guiarla
en su camino a la nueva morada; y las salmodias y cantos no serían otra cosa
que las canciones del propio linaje del fallecido, para hacerlo reposar si era
meritorio junto a sus antepasados.
Abonando esta
hipótesis –sostenía Casamiquela- no deberíamos sorprendernos al enterarnos que
la “barquera infernal de los mapuches” (al igual que en otras culturas),
“trempilcahue”, es traducido “la que gira, la circunvoluciona”. O sea la que
conduce al alma de los difuntos al mundo de los muertos.
Indudablemente que
la cultura de nuestros pueblos originarios es muy rica y diversa y cala en una
profundidad pocas veces advertida por los legos en la materia.
Casi sinquerer los pueblos originarios mapuches y
tehuelches han pasado a integrar la gran literatura destacando las plumas de
Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare que han recogido algunos
aspectos de estos pueblos en fragmentos de sus obras “El Ingenioso Hidalgo don
Quijote de la Mancha”
y “La Tempestad”,
pasando casi desapercibidos para los lectores corrientes.
En primer lugar el
glorioso “Manco de Lepanto” en el Capítulo VII del Quijote en el episodio del
“donoso y grande escrutinio” que hacen el Cura y el Barbero en el aposento de
la biblioteca del caballero para quemar los libros que tanto lo habían
desquiciado y donde hallaron “más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien
encuadernados y otros pequeños” muestra que Cervantes como él mismo lo afirma
tenía la costumbre de “leer hasta los papeles tirados en las calles”.
En esa selección
como un detalle lúdico se salvó del fuego La Galatea del propio autor del Quijote porque al
decir del Barbero “muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y se
que es más versado en desdichas que en versos”.
Pero lo realmente
llamativo es como entra en la lista el célebre poema “La Araucana” de Alonso de
Ercilla que narra las peripecias de los pueblos mapuches en la conquista de
Chile.
“Señor compadre,
que me place –respondió el Barbero-. Y aquí vienen tres todos juntos: La Araucana, de don Alonso
de Ercilla; La Austríada,
de don Juan de Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrate, de Cristóbal de
Virués, poeta valenciano.
“Todos esos tres
juntos –Dijo el Cura- son los mejores que, en verso heroico, en lengua
castellana, están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia” y
ordena “guardarlos como las más ricas prendas de Poesía que tiene España”.
En cuanto a la
cita en “La Tempestad”
de William Shakespeare se puede apuntar lo escrito en el “Relato de su viaje
alrededor del Mundo” de Antonio Pigafetta, cronista de la expedición de
Hernando de Magallanes.
Dice en su ameno
relato al observar al gigante que bailaba y cantaba dándole el nombre de
“patagón” (tehuelche por cierto) que “parece que su religión se limita a adorar
al Diablo. Pretende que cuando uno de ellos está por espirar se aparecen de
diez a doce demonios que bailan y cantan a su derredor. Uno de ellos que hace
más ruido que los demás, es el jefe o gran diablo, que llaman Setebos, los
inferiores se llaman cheleule…Nuestro Capitán dio a este pueblo en nombre de
patagones”.
Como digresión
podemos decir que según los modernos historiadores el término no vendría por
tener los pies grandes, sino que haría alusión a una obre de teatro de moda en
las cortes europeas cuyo protagonista sería un gigante de nombre Pathagón.
El doctor Ernesto
Livon Grosman escribe al respecto en su libro “Geografías Imaginarias”, donde
se refiere al relato de viaje y la construcción del espacio patagónico que
“esta referencia al dios Setebos fue traducida por el escritor isabelino
Richard Eden quién incluyó una versión abreviada del relato de Pigafetta en The
History of Travayle de 1577”.
El “Cisne de
Avón”lee la referencia a Setebos en
Eden y lo incorpora a “La
Tempestad”, cuando Calibán dice, refiriéndose a América: ¡Oh,
Setebos! These be brave spirits indeed.”
En el relato de Pigafetta
esta primera inscripción del nombre de la zona, de los gigantes tehuelches y
sus dioses, se presenta enmarcado en el diario de viaje con la potencia de lo
testimonial. El uso que Shakespeare hace de la referencia a Setebos indica, en
cambio, un desplazamiento de lo particular a lo general, de los tehuelches a
una realidad continental.
Es así entonces
como los araucanos o mejor llamados mapuches y los patagones mejor llamados
tehuelches, entran en los años 1.500
a dos de las obras cumbre de la literatura universal.
Según los eruditos que se han ocupado del tema, el toreo "no es otra cosa que la lucha del hombre inteligente con la fiera, a la que logra vencer en la mayoría de los casos gracias a eso, a su inteligencia, ya que el toro es mucho más fuerte que el hombre".
Su origen se remonta a tiempos muy antiguos dado que existen datos de juegos y luchas con toros en las regiones de la cuenca mediterránea, sin embargo pueden haber sido casi seguramente sacrificios rituales o fiestas de caza.
Tenemos por ejemplo las pinturas del palacio de Knossos, en Creta, en el segundo milenio antes de Cristo, representaciones de jóvenes de ambos sexos jugando con un toro. También en Eleusis, según un relato de Artemidoro el Gramático, los jóvenes eran ejercitados en la lucha contra los toros.
Debemos a la pluma de Plinio el Viejo un curioso relato referente a Julio César, de quien dice "que alanceó un toro", arte que bien pudo aprender en España.
Lo cierto es que el toreo tiene una larga tradición cultural en España y en algunos países americanos que lo han adaptado, como el caso de México y Perú.
Un famoso chamamé del conjunto Ivotí ante un hecho de desenlace imprevisible popularizó la frase: "Vamos a ver como se revuelca el toro", apropiada para atisbar lo que pasará en el resto de España con las polémicas corridas, donde lo ideal a mi humilde modo de ver sería que no se sacrifique a la bestia, pues me cuento entre aquellos a los que les desagrada el sufrimiento de los animales.
Martín Fierro, "ese gaucho pendenciero y desertor" al decir de Borges, supo alardear: "Yo soy toro en mi rodeo/ y torazo en rodeo ajeno". Bravo el hombre. También por su bravura uno de nuestros más aguerridos boxeadores, Justo Suárez, con justeza fue apodado "El Torito de Mataderos".
Si acaso nos referimos al dejar una tarea o abandonarla definitivamente con la expresión de "cortarse la coleta", nos estaremos refiriendo según la tradición torera a "los diestros que se retiran con la intención de no volver a torear más, cortándose precisamente la coleta". También con "hacer un quite" (ayudar a uno con una intervención providencial), "dar un puyaso" (decir algo irónico para zaherir al otro), "mirar los toros desde la barrera" (sin comprometerse), estaremos utilizando giros incorporados al habla coloquial por el mundo del toreo, siendo el más difundido: "Debemos tomar al toro por las astas" o sea enfrentarnos a un peligro sin dilación y sin temor.
La mitología recoge a Asterión, el Minotauro, el célebre monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro encerrado en el laberinto de Dédalo, el que por muchos años se alimentó de lo cuerpos de hombres y mujeres ofrendados en sacrificio hasta que su vida terminó a manos del héroe Teseo, gracias al ingenioso hilo de Ariadna que le permitió encontrar la salida.
Uno de los mayores novelistas españoles, Vicente Blasco Ibáñez, con su libro "Sangre y arena" supo novelar la tragedia de los toreros. Autor al que los rionegrinos recordamos en la localidad de Cervantes por su gesta de crear una colonia agrícola en el Alto Valle.
Si hablamos de "Muerte en la tarde", nos estaremos refiriendo al conocido libro sobre toros de Hemingway, un clásico de la literatura taurina. Y si invocamos a la Guapa, "Nuestra Señora de la Esperanza Macarena", la virgen de los toreros, y ponemos de fondo música flamenca, nos parecerá escuchar la voz del famoso escritor describiendo en algunas casi todas las grandes tragedias taurinas como las de "Manolete", "Joselito" y la del maestro Francisco Rivera "Paquirri" en la plaza de Pozoblanco, calado por el toro "Avispado", a la altura del triángulo de Scarpa, cuando toreaba con el capote.
La vida es una lucha de poder a poder, que se hace mejor desde el centro mismo de la plaza que nos toque. Donde pesan más los engaños y las verdades. Las transparencias y las virtudes. Los vicios y las oscuridades humanas, entre las que está la intolerancia, esa que se deja ver de cuerpo y alma, que se soma arremetedora, con ocasión de la "Fiesta Brava". Como bien lo sabría Hemingway después.
Y no debemos de olvidar entre otros grandes taurinos a Goya, Picasso, Dalí, Azorín, Valle Inclán, Ortega y Gasset, Papini, los Machado, Baroja, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Unamuno y Bizet.
García Lorca, en los inmortales versos dedicados del "Llanto por Ignacio Sánchez Mejía", al ver la sangre derramada del torero adivinó que hasta "los toros de Guisando,/ casi muerte y casi tierra,/ mugieron como dos siglos/ hartos de pisar la tierra".
Se refería a las representaciones escultóricas labradas en grandes bloques de granito por los celtíberos, al parecer dicen los estudiosos con la finalidad de proteger al ganado, lugar donde fue jurada heredera al trono de Castilla Isabel la Católica.
No en vano un clásico de nuestra música chamamecera rinde homenaje al fuerte animal glosado en esta nota: "El toro", de don Antonio Tarragó Ros. Y aquí, ante el debate de que es motivo por la prohibición de las corridas, lo dejamos bufando.
Escritor nacido en Bahía Blanca (Pcia. de Buenos Aires) el 23 de Agosto de 1.951, se radicó desde el año 1953 en la localidad de Valcheta, Pcia. de Río Negro.
Entre sus obras publicadas pueden citarse, entre otras, "La ciudad y otros poemas", "Poemas sureños", "Poemas breves", "Sentir patagónico", "Arturo y los soldados", "Como Perón en el cuadro", "Poemas cristianos", etc.